El sicario que se creyó jefe de la mafia

Narcoguerra.com.- La vida del narcotráfico se les presenta diariamente a miles de jóvenes en las cadenas de televisión como una verdadera oportunidad de lujos, mujeres y excesos. Series como “La reina del sur”, “Sin tetas no hay paraíso”, “Rosario Tijeras” y otras, que se transmiten en cadena nacional, presentan escenas de riqueza y violencia que simulan una vida de felicidad momentánea. No obstante, la realidad está muy lejana de los montajes televisivos que describen el fenómeno.
En esta ocasión se reproducen dos testimonios de sicarios que narran en primera persona la cruda, sangrienta y brutal realidad que les tocó vivir en el mundo del narcotráfico, para que el lector dimensione la aplastante realidad del crimen organizado y la compare con la ficción, la cual es superada por mucho ante las vivencias de horror y muerte.
“ARCÁNGEL”, UN SICARIO Y EXTESTIGO PROTEGIDO DE LA PGR RELATA SU HISTORIA:
“No hay mucho pedo en cumplir con una ejecución, a menos que se tengan órdenes específicas. Aunque es muy pronto para decirles cómo se ejecuta a un traidor o a alguien al que se le debe hacer sufrir; sólo quiero adelantar que se les mata de una forma lenta y dolorosa.
Su muerte debe servir de ejemplo a los demás miembros de la organización. Para una ejecución en vía pública se usa desde un arma nueve milímetros hasta un cuerno de chivo, mientras que para una ejecución en privado se utiliza un cable de acero, con el que se corta la cabeza, o la navaja de costilla, con la que previamente se tortura a quien también ha sido golpeado con un bate de beisbol. Hay quienes piensan que entre más ruido haya es mayor el pavor. Yo más bien creo que sin balas es mejor.
Hasta hace un tiempo pertenecí al Programa de Testigos Colaboradores de la Procuraduría General de la República, al cual me uní después de que el cártel por el que yo daba la vida me traicionó. entra a narcoguerra.com Todo comenzó con el asesinato de un directivo de la Procuraduría General de la República, quien a pesar de recibir dinero de nuestra organización comenzó a favorecer a otra, cosa que enfureció al jefe. El jefe estaba pesado, por eso yo le decía, para mis adentros, Elefante.
Cierta noche el jefe me mandó una alerta por radio localizador. Cuando nos hablábamos por teléfono o radio, lo hacíamos en clave. No voy a dar detalles de las claves porque está complicado entenderlas, pero el caso es que me dijo que esa noche yo iría con mi compadre a darle piso al licenciado. A mi compadre, que era el yerno de Elefante, yo le decía Tiburón, por una historia que en un momento más contaré. Tras recibir la alerta, miré mi reloj, me quité las botas y apagué la televisión. Tenía 20 minutos, quería descansar aunque fuera un rato. Llegada la hora me preparé: fierro, me dije, y salí hacia donde estaba mi compadre.
Terminamos el trabajo poco antes de las 10 de la noche. Tiburón sudaba y su mandíbula estaba trabada. Antes de cada ejecución, se metía un chingo de perico. Mi compadre, a quien conocí en el último decomiso que hice cuando era madrina de la judicial, fue el que me introdujo en el cártel. Él era varios años mayor que yo, y en la jerarquía de la organización era el segundo al mando, sólo después de Elefante. Más que su compadre, decía que yo era como su hijo. No sólo porque nos parecíamos un chingo o porque… fui amigo de su hijo de sangre, más bien porque había sido él quien apadrinó mi ingresó a la organización.
(…) Aunque no es ningún descubrimiento, la verdad es que en este negocio trabaja un chingo de gente del gobierno. Por eso lo que deben reconocer los presidentes es que ellos mismos no son sino seres gobernados por la industria del narcotráfico, que no son sino gatos del mercado. Lo que deberían reconocer los presidentes de México es que nadie va a parar lo que el gobierno mismo trafica. Cuando yo jalaba para el cártel, algunos mandos públicos recibían pagos de entre ciento cincuenta y cuatrocientos mil dólares por brindarle protección a nuestra organización…
Yo nunca llamé la atención, siempre evité los cortes de cabello tipo militar, tan comunes entre gatilleros, y usé ropa formal. Hasta cierto punto, siempre me incliné por el viejo dicho que dice: como te ven, te tratan. Ahora, sobra decir, todo es diferente: decido entre ponerme una camiseta o lavarla para que esté limpia al día siguiente; antes la ropa deportiva era mi ropa de emergencia, hoy es el único cambio que tengo; antes la gente común y corriente, cuando me llegaba a ver en antros o restaurantes, me respetaba, y yo sentía que incluso me admiraba; hoy tratan de pisotearme todo el tiempo. Me he convertido en su igual, hoy soy uno más y esto es frustrante.
Está culero ser normal, ser igual que el resto de la plebe. En su momento tuve a más de 100 personas a mi mando, entre gatilleros, policías y distribuidores de droga; tuve dinero y, más importante aún, poder: con poder haces lo que quieres mientras que con dinero sólo compras algunos favores. Dejar el poder ha sido una de las cosas más difíciles. Por supuesto, otra ha sido dejar de matar. Sí, extraño matar, sobre todo en ciertas ocasiones, cuando la vida me pone enfrente de cabrones pedantes, altaneros y bravucones. Si no lo hago es no sólo porque ya no estoy arriba, sino porque al final he comprendido que qué más da: nada va a cambiar, el mundo es así y no seré yo quien lo transforme. Eso sí, si por alguna razón volviera a dedicarme a lo mismo lo haría por mi propia cuenta, sin tener que responderle a nadie por mis actos y cobrando lo que yo quisiera.
Volver a trabajar para un cártel sería caer en el mismo error: convertirme en un peón sacrificable. Y esto lo digo no sólo por mi experiencia personal, sino también a nombre de los sicarios que conocí cuando fui testigo colaborador de la Procuraduría General de la República, a través de quienes descubrí que esto mismo sucede en todas las organizaciones criminales del país. Al final, todos los cárteles actúan de formas muy parecidas. Lo digo en muchos sentidos; por ejemplo, todas las organizaciones se sirven de agentes federales como Alacrán, es decir, güeyes corruptos que ayudan a los cárteles a utilizar a México como trampolín, tanto para exportar la droga a los Estados Unidos y a Europa como para distribuirla y venderla en las tienditas del interior del país. La policía incluso hace parte del trabajo más sucio de los cárteles: secuestrar, que es precisamente lo que Alacrán hizo conmigo antes de intentar venderme a Elefante y Tiburón, situación a la que aquí volvemos.
Un sicario no duerme. Un sicario no lleva una vida “normal”. Un sicario no tiene días de descanso. Cuando estás adentro de una organización, tus horarios son los suyos: cuando todos deben estar alerta, estás alerta, cuando todos se desvelan, te desvelas, cuando todos hacen ejercicio, haces ejercicio. Hubo una época en que por las mañanas todos recibíamos entrenamiento militar para el manejo de las armas. Igual, cuando todos van de fiesta, vas de fiesta; aun así, si estás en una discoteca, debes estar pendiente de tu radio y de tus celulares, y si te vas con una puta sólo puedes estar con ella media hora.
La vida del sicario no tiene las horas de descanso aseguradas, ni mucho menos bien establecidas. Hay que descansar como se pueda y donde se pueda. Yo, por ejemplo, descubrí a más de uno jetón cuando llevábamos las maletas de dinero al banco; el gerente, que nos esperaba en la puerta y luego nos hacía pasar a las cajas especiales en las que depositábamos, contaba los billetes, que eran un chingo. Otros sicarios, los de mayor jerarquía, claro está, éramos invitados a las fiestas de Tiburón: orgías multitudinarias con putas extranjeras.
Con putas, perico y whisky. ¿Era yo de esa cura? No, a mí eso medio me pagaba. Para decirlo al chile: mi diversión era mi trabajo.
Las parrandas y el derroche que acostumbraba Tiburón eran descarados. En una de sus casas de seguridad, a cada rato hacía orgías con rucas suculentas que yo, como no bebía ni loqueaba enfrente de él, debía presenciar en silencio. Dejaba que me la mamaran una o dos putillas, pero al mismo tiempo me mantenía alerta, vigilando la peda de mi compadre. Por supuesto, a estas fiestas asistían diversos funcionarios y policías que disfrutaban a toda madre, pero que de vez en vez hacían alguna pendejada. Como es bien sabido, la peda te pone no menos bruto que un chango, pues además te suelta la lengua, situación que terminó costándole la vida a muchos changos, de los cuales, como acabo de decir, hay un montón al interior de la policía.
Uno de estos pendejos era jefe de la Policía Judicial del estado (de Baja California). El chango al que me refiero era prepotente, altanero y hablador, más todavía cuando se ponía pedo. Ante la gente del cártel quería ser pura ternura: rendía una pleitesía media mamona que me hacía pensar que un día terminaría hincándose y metiéndose en la boca el pito de Elefante. Este jefe de la judicial era tan peculiar que durante las fiestas no se quitaba las botas ni para coger. Peor, no se quitaba la camisa de manga corta –que dejaba ver la esclava de oro con su nombre grabado– ni teniendo un buen par de tetas zangoloteándose en el pecho.
(…) En una ocasión, cuando el Ejército decidió implementar un operativo conjunto con la judicial para allanar varias de nuestras casas de seguridad, los propios miembros del cártel participamos activamente en el cateo de aquella donde se hacían las fiestas. El Chango había logrado que esa casa fuera la única en ser cateada durante el operativo; ahí la cantidad de drogas y armas que se guardaba era mínima. Por situaciones como la anterior, el jefe de la judicial alegaba, de tanto en tanto, que necesitaba decomisarnos algo de droga y de dinero, pues únicamente así podría calmar a las autoridades.
(…) La última vez que pactamos una simulación en beneficio del Chango, el acuerdo fue el siguiente: la raza que traía este güey y la raza del cártel simularíamos un enfrentamiento, para el cual volvimos a elegir la casa donde Tiburón y el Chango, junto con todos nosotros, se divertían. La idea era aparentar que unos defendíamos un preciado cargamento mientras que los otros, los judiciales, intentaban arrebatárnoslo. El día indicado, cuando llegamos al lugar donde los policías ya estaban emplazados, Tiburón me dijo: “Pon atención al circo que va a armar el Chango dentro de un momento”.
Salí de la camioneta y a los pocos segundos encaré al jefe de la judicial en las puertas de la casa de seguridad, quien nada más al verme llegar con mis gatilleros ordenó algo a sus agentes, que empezaron a correr de un lado al otro y terminaron ocultándose en la parte trasera de sus vehículos. Nosotros ni siquiera habíamos cortado cartucho y ellos ya se habían replegado en una escena que parecía el clímax de una película de narcos.
Por supuesto, me pareció la cosa más pendeja del mundo. Ordené a uno de mis gatilleros que baleara las camionetas de los judiciales, tras lo cual nos fuimos del lugar, la neta no riéndonos, más bien como sacados de onda. A nuestras espaldas se quedaron abiertas las puertas de la casa de seguridad, de donde los judiciales se llevaron a un par de chalanes de nuestra organización, a quienes previamente Tiburón había acordado entregar un poco de droga y algunas armas.
Aquel día hasta la televisora local grabó el fin del operativo, cuando el Chango condujo a los detenidos, que eran unos gatos. Ni siquiera mangueras, como les dicen ahora, más bien los batillos más pinches del cártel, y aun así estaban encañonados como si fueran los delincuentes más peligrosos del país.
(…) Yo nunca maté por placer, yo sólo maté por dos razones: porque si no mataba me ponían una putiza y porque si no mataba le regalaba vida a un güey que merecía morir, es decir, a un pasado de verga.
(…) Ejecutar a una persona es tan agotador como ejecutar a varias, sólo que el cansancio no es físico. Yo nunca me sentí mal al momento de matar, pero siempre me sentí cansado. Algo muy adentro de ti te chupa la energía. Cuando estuve en la correccional de menores, escuché hablar a un pastor cristiano: “Hay cosas que uno hace que desatan luchas muy intensas al interior de uno –alegó–, y esas luchas cansan”. Así que, luego de haber matado a los tres judiciales y a su jefe, llegué agotado a la casa de seguridad donde vivía, y me tiré sobre la cama.
Luego boté mis zapatos, aflojé mi cinturón y desabotoné mi camisa para estar más cómodo. La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por una luz que se metía entre las cortinas. Durante un buen rato sostuve mi fusca con ambas manos, frente a mi rostro, después volteé hacia uno de los lados y me percaté de lo negra que estaba una pared.
(…) El cártel era mi familia, la única familia que tuve en la vida, aunque antes haya tenido una de verdad, si es que a aquélla se le puede llamar de esta manera. La mayoría de mis recuerdos de niño son culeros: me duele mucho hablar acerca de mi familia sanguínea. La última vez que vi a mi jefe, y aquí hablo de mi jefe de sangre, lo amenacé con un cuchillo: yo tenía nueve años y le dije que lo mataría si seguía golpeando a mi mamá. Tres años antes, cuando yo tenía seis años, fui violado. Aunque no quiero platicar sobre esto, no sé por qué tengo la sensación de que al hacerlo me sentiré mejor. Arrastro este dolor desde hace mucho tiempo: fui violado muchas veces, no por un hombre ni por un niño mayor, fui violado por mi tía.
(…) Tenía 16 años la primera vez que maté. Lo hice por reflejo, e inmediatamente después de disparar se me secó la boca, se me quitó el hambre y las manos empezaron a temblarme. Durante una semana no pude dormir, escuchando los gritos del hombre que maté aquel día. Todas las mañanas de aquella semana el bato con el que me inicié en el robo de autos y en el secuestro me consolaba: “Ni modo, así se dieron las cosas”. Habíamos decidido robar un coche para utilizarlo en el plagio del dueño de una cadena de abarrotes. Yo quería usar mi pistola pues nunca antes lo había hecho, quería utilizarla para amenazar al automovilista pero no para dispararla. Todavía me acuerdo que aquel día fue domingo y que eran las 10 de la mañana.
(…) la mayoría de los asesinatos que comete un sicario están incluidos en el sueldo que cobra a su organización, el cual puede variar entre los 50 mil pesos y los 50 mil dólares. Sin embargo, cuando se trata del asesinato de alguien que se pasó de verga o de alguien a quien se conoce y con quien se ha trabajado durante mucho tiempo, al sicario se le ofrece una paga extra. Aunque hasta ahorita he mencionado decapitaciones, en las balaceras usábamos los tradicionales cuernos de chivo.
Aunque éstos eran comprados en Estados Unidos, eran de fabricación israelí; el cártel tenía un armero que modificaba su funcionamiento para poder usarlos para ráfagas o tiros individuales. El armero también tatuaba las matrículas de las armas oficiales que nos daban los militares al servicio de nuestro cártel sobre las matrículas de nuestras armas no oficiales; era una verdadera obra de arte, y lo digo yo, que aunque prefería matar sin fusca, siempre me gustaron las armas. De niño solía escaparme a las afueras de la ciudad, donde tiraba pedradas a los pájaros y soñaba con tener una pistola para así matarlos a todos de un tirón.
El subprocurador me dio a escoger: 30 años en el Centro Federal de Readaptación Social Número Uno, el penal de máxima seguridad en el país, o ser testigo colaborador de la PGR, es decir, ponerle el dedo a quienes me habían traicionado.
NO LO PENSÉ MUCHO…
Ese mismo año comenzaron mis declaraciones. Las primeras fueron contra Alacrán –cuya peor pendejada fue visitarme en el hotel donde me tenían arraigado y amenazarme para que no lo acusara– y contra el resto de los funcionarios públicos que me protegían, muchos de los cuales ni siquiera fueron tocados, de hecho, actualmente algunos siguen escalando puestos en la burocracia mexicana.
Antes de continuar, me parece importante señalar que un testigo protegido de la Procuraduría no está sometido a un proceso judicial, sino que forma parte de un programa en el que no se le recluye oficialmente pero se le obliga a cumplir con ciertas normas a cambio de su supuesta protección. Ésta se basa en el artículo 34 de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, que protege al individuo integrante que aporta datos fidedignos para la ubicación, persecución y consignación de otros miembros de su organización.
Según esta misma ley, nada de lo que diga o aporte el individuo será utilizado en su contra. En todos los casos, el testigo recibe un nombre clave, habita una casa custodiada por la Procuraduría General de la República y, dependiendo de su importancia, cuenta o no con escoltas. En nuestro país, todos los días las fiscalías compensan su falta de habilidades en investigación de delitos con el testimonio de estos delatores. Las declaraciones de cualquier delincuente convertido en dedo al servicio de la autoridad ministerial son la única base para la mayoría de las averiguaciones previas de la Procuraduría, en especial aquellas relacionadas con el crimen organizado.
Si todo salía bien, me dijeron los funcionarios que me metieron al programa, encararía a los cabrones que me mandaron matar, obteniendo así mi venganza: darle en la madre a la gente que me utilizó, aparentemente sin poner mi vida en peligro. Eso sí, tendría que darle con todo al cártel: decir quién ordenaba los envíos de droga, quiénes eran los jefes de las células con las que trabajábamos, con qué otros cárteles manteníamos relaciones y qué autoridades nos ofrecían protección. Por su parte, la Procuraduría me daría inmunidad absoluta, sin importar lo que declarase, me cambiaría de identidad y me mudaría a otro país. “Son acuerdos internacionales y nadie nunca te los va a quitar”, se me dijo entonces. Por supuesto, llegado el momento, la Procuraduría no cumplió con nada de esto. Para colmo, el hombre que me ofreció ingresar al programa ya no vive. Al parecer, murió en un accidente: el avión en el que viajaba, junto con el entonces titular de la Secretaría de Gobernación, se estrelló en la Ciudad de México.
Hoy el pelo se me ha caído y todas las noches padezco migrañas, pues el centro de mi cabeza está echado a perder: despierto de madrugada, de súbito y gritando. Además, vivo pobre y de pueblo en pueblo. Yo, que llegué a tener hasta cuatro carros deportivos, ahora apenas tengo para medio kilo de tortillas.
Toda la vida he sido traicionado. Mi padre, mi madre, mi compadre, mi jefe, las autoridades, los agentes, mis rucas y el Estado mexicano me traicionaron. El gobierno me ha impedido rehacer mi vida al no haber cumplido con su parte del acuerdo: no sólo no me otorgó una nueva identidad y no me sacó del país sino que tampoco me dio las herramientas necesarias para sobrevivir. En cualquier momento un gatillero me pondrá una bala en la cabeza y sumergirá mi cuerpo en ácido muriático. Por eso les daré un consejo a los sicarios que estén leyendo estas páginas: no ingresen al Programa de Testigos Colaboradores. No les cumplirán ni madres aunque hayan dicho todo lo que saben, aunque hayan puesto el dedo sobre sus jefes y colaboradores, aunque, como yo, hayan tenido que enfrentar en una cárcel de máxima seguridad, durante sus juicios, a quienes los deseaban muertos”.
EL NARCO-CORPORATIVO
El narcotráfico es una multinacional generadora de ganancias calculadas en miles de millones de dólares. Los sicarios viven en condiciones semejantes a la desilusión del mundo de las drogas, lo mismo en México, España o Colombia, cuando enfrentan el destino que los persigue.
Henry, alias “Pollo”, el que fuera jefe de logística de la banda de sicarios La Negra, a la que se le atribuyen más de 200 asesinatos en Colombia y otros países, está a punto de ser extraditado a su país. “El Confidencial” lo ha visitado en la cárcel de Soto del Real (Madrid). “En el momento que llegue allá soy hombre muerto. Ya no la cuento más”, dice con resignación. La única duda que tiene es si lo matarán sus antiguos compinches, que ya lo tirotearon y lo dejaron en silla de ruedas, o algunos de los agentes corruptos de la Policía o el Ejército que estaban a sueldo de su banda.
Agentes de la Unidad de Drogas y Crimen Organizado (UDYCO) de la Policía Nacional lo detuvieron el pasado septiembre en Valencia, donde residía con su mujer y sus dos hijos, al tiempo que también arrestaron a otro sicario, Mauricio Alberto González, que ya ha sido extraditado. Todos los medios de comunicación, citando fuentes policiales, aseguraban que Henry Norberto Valdés vino a España para instalar una “oficina de cobro”, como se denomina a las “empresas” de asesinos a sueldo, para exportar su experiencia criminal a España.
Sin embargo, omitían un pequeño detalle: Henry Norberto era un testigo protegido. Es decir, había colaborado con la Justicia colombiana y las autoridades de aquel país lo habían enviado a España el 10 de diciembre de 2008, donde le fueron facilitados los permisos de residencia. No tiene cargos en España. Por este motivo, matar a Henry es una prioridad en los bajos fondos de Cali, Bogotá y Medellín. Nadie entiende el porqué de la actual orden de extradición.
La Audiencia Nacional lo va a entregar de forma inminente para que cumpla una condena de más de 28 años de prisión, que él aceptó de forma anticipada reconociendo su colaboración en una veintena de crímenes. Está convencido de que si pisa una cárcel colombiana, lo matarán allí mismo. “Yo me entregué voluntariamente y decidí colaborar cuando mataron a mi hermano Jefferson en Cali, en agosto de 2006”, sostiene Valdés.
Los mismos que ordenaron matar al hermano de Henry, Jefferson Valdés, los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, fundadores del cártel de Cali, habían pedido su cabeza dos años antes “para quedarse con todo el poder”. Henry Norberto, que trabajó para la “oficina” de Humberto Rodríguez, hijo del capo Miguel, lo cuenta con voz pausada: “Me bajé del carro y me había quitado el chaleco. Me balearon, me pegaron cuatro tiros, tres en la cabeza. El primero me pasó de lado a lado y me dejó así la cara (señala dos bultos que tiene en las sienes, los orificios de entrada y salida del proyectil). Este ojo estalló, lo llevo de cristal, una prótesis. El cuarto tiro me dio en la columna y me dejó así, en silla de ruedas para siempre. Cuando me desperté en el hospital 23 días después ya había habido otros diez o 12 muertos, colaboradores míos”. El atentado contra Henry Norberto Valdés fue un ajuste de cuentas por asuntos de dinero.
Taxista de profesión, entró en el mundo de la delincuencia organizada en 1996, cuando lo llamaron “para arreglar un auto que sólo tenía una manguera rota y me pagaron mucho dinero, unos 200 euros al cambio, y me dijeron si quería colaborar con ellos llevando dinero en carros”, recuerda. Trabajaba para los narcos Fabito Ochoa y Luis Fernando Lopera “Casariego” en Medellín: “A mí me pasaban diez, quince o veinte millones de dólares y me daban una lista para que los repartiera”. Henry asegura que le dejaron de pagar y decidió asociarse a su hermano Jefferson y trabajar para la “oficina de cobro” de Humberto Rodríguez.
TRES CLAVOS EN EL CRÁNEO
Así se enroló en una de las bandas de sicarios más violenta, La Negra, también conocida como Las Tres Puntillas, liderada por el expolicía Jair Alonso Molina Escobar, “un negro alto, el propio diablo. Le gustaba enterrarle las puntillas en el cerebro de la gente. Los amarraba, los torturaba, los ahorcaba y les encintaba la cabeza”, dice, resoplando. Los tres clavos que Molina incrustaba en el cráneo de sus víctimas eran la firma de esta banda. Henry reconoce su colaboración en los asesinatos, pero niega haber sido el autor material de los crímenes. “Yo estaba delante cuando los torturaban, los mataban y les metían las puntillas, pero no te podías ir porque te mataban a ti. A veces me decían ‘hay que echarlo al carro, echa una mano’ y no podías decir que no. Cogía al muerto y lo metía en el carro”, declara.
Este grupo criminal, desarticulado en parte gracias a Henry Valdés, ha pasado a la historia del “sicariato” como la más violenta de Colombia. Jair Molina, que logró escapar, es uno de los delincuentes colombianos más buscados alrededor del mundo.
Henry había pasado de mover dinero a preparar toda la logística necesaria para los ajustes de cuentas. “Eso no era para mí, asesinatos, secuestros, cobros, muerte, pero me fui lucrando tanto que aguanté hasta que dije que lo dejaba”, confiesa.
En una ocasión presenció cómo descuartizaban a un hombre que había robado una tonelada de cocaína al narco Alexander Ayala: “Vivo, le cortaron la oreja, luego las manos, las piernas, la cabeza… y lo tiraron en la camioneta. Yo cobré cinco millones de pesos (unos dos mil euros) porque sólo me encargué de conseguir el carro y hacer la vigilancia. Los que lo torturaban y lo mataban cobraron más”. Henry asegura que esta víctima fue capturada por policías de la Dirección de Investigación Criminal (DIJIN) y que éstos fueron quienes lo descuartizaron.
Henry Valdés, como jefe de logística de La Negra, tenía a su servicio a infinidad de policías y militares corruptos: “Cogí mucho poder. Manejaba al GAULA (Grupos de Acción Unificada por la Libertad Personal) una unidad de élite del Ejército, a la Policía, al DAS (Departamento Administrativo de Seguridad), la policía secreta, la DIPOL (Dirección de Inteligencia Policial), la DIJIN, la Fiscalía… Yo los llamaba y tenían que estar disponibles para una vuelta (un trabajo, en el argot colombiano) o lo que fuera”.
Henry cuenta cómo funcionarios del Estado colaboraban con él cuando buscaba a las futuras víctimas de La Negra: “Llamaba a la central del GAULA y le decía a mi amigo Caicedo ‘mírame estas placas de auto o cédulas de identidad’ y me contaba dónde estaba, dónde vive, teléfono, todo. Luego se le pagaba”.
Henry Valdés, al otro lado de la mampara de la sala de visitas del Centro Penitenciario Madrid V, sentado en su silla de ruedas, con una apariencia ahora frágil, mucho más delgado que lo que refleja la foto, con gafas, gorra, camiseta blanca, y pantalón vaquero, dice con tono inocente: “Me llamaron para localizar una persona que igual se murió porque yo la localicé”.
Sometido al régimen penitenciario FIES 2 (Ficheros de Internos de Especial Seguimiento) sostiene que sus compañeros lo tratan bien y se queja porque las autoridades le aplican artículos de aislamiento “en mi estado”, dice tocándose sus inmóviles piernas. Habla despacio y su acento suave, meloso, le permite decir casi con dulzura frases tan cargadas de violencia como “Rodríguez mandó matar un poco de gente más”.
Valdés asegura que en una ocasión estuvo con tres agentes de la CIPOL y con el coronel Óscar Naranjo, el director general de la Policía Nacional de Colombia, que habían recurrido a los hombres de Henry para sacarle información a una mujer que los policías tenían secuestrada por ser sospechosa de pertenecer a una banda que preparaba un atentado contra el entonces presidente Álvaro Uribe.
La prensa colombiana ha denunciado con ahínco los supuestos vínculos de Naranjo con el narcotráfico. Por otro lado, dos agentes del DAS y de la DIPOL, colaboradores de Henry y su hermano Jefferson, fueron asesinados por orden de los narcos Rodríguez Orejuela para vengarse de los dirigentes de La Negra. Además del jefe Jair Molina, otros exagentes, dos de ellos detenidos, formaban parte de la temible banda de sicarios.
“EN COLOMBIA SERÉ HOMBRE MUERTO”
Henry manejaba grandes sumas de dinero con las que preparaba toda la logística necesaria para su banda. Asegura que militares y policías, “que son demasiado corruptos, demasiado” –insiste moviendo la cabeza de arriba abajo– le vendían armas, munición, chalecos antibalas… Él compraba todo lo necesario; una moto para el atentado, matriculaba un coche, se hacía con decenas de tarjetas telefónicas… Pero insiste una y otra vez que él no mataba. Llevaba una pistola Jericho, de fabricación israelí, para defenderse.
La operativa era simple. Un narco, como los Rodríguez o Varela, el que fuera jefe del cártel Norte del Valle, el mayor exportador de cocaína de Colombia y el principal cliente de La Negra, “te proporciona el dinero para, por ejemplo, ir a por un señor que tenía una casa de cambio de moneda y debía 300 mil dólares y no quería pagar. Yo no le veía la cara al cliente, eso lo hacía mi hermano”, asegura.
A la obligada pregunta “¿te arrepientes?”, Henry contesta cabizbajo: “Me arrepiento, sí, demasiado, porque hubo muchas personas que no deberían haber muerto por una triste deuda, despojar a la gente de sus propiedades y lucrarse otras personas…”. De hecho, cuenta que en una ocasión le quisieron pagar con escrituras de propiedades, “pero lo rechacé porque vi que eran de gente desaparecida. Les dije que cuando tuvieran dinero ya me pagarían”.
Quiso colaborar con la Interpol y mientras vivía en Valencia le mostraron fotos de compatriotas supuestamente afincados en España para exportar el “negocio” de las oficinas de cobro, pero asegura que no sabe dónde se mueve esa gente, que habría huido si supiera que están cerca porque lo andan buscando. Confirma que hace tiempo que no es necesario que un sicario venga de Colombia para atentar en España, “porque ya están aquí, es muy fácil conseguir una visa en mi país, si necesitas el original, se saca”.
Henry burló a la muerte una vez y sabe que los milagros no suelen repetirse. Es consciente de que su tiempo se agota, que los de su profesión no viven mucho y que el día que la Audiencia Nacional lo envíe a Colombia esa será su sentencia de muerte. Por eso habla sin tapujos, dando nombres y apellidos. Más que por él, teme por su familia, su mujer y sus hijos de 16 y ocho años, a los que intentó dejar al margen de sus actividades, creyendo que los asuntos del “sicariato” no les iban a salpicar. Tiene miedo de que les pase algo.